Las noticias que llegan desde distintos rincones del mundo no son buenas.
La tragedia viajó de Asia a Europa, y ahora cubre el continente americano con un velo de enfermedad y muerte.
Las imágenes de Guayaquil muestran una ciudad colapsada ante la inclemencia de esta peste del siglo XXI. El gobierno de Lenin Moreno es incapaz de recoger a sus muertos de hospitales, casas y calles. Y eso que las cifras aún no son las peores. Ecuador, un país de 17 millones de habitantes, registraba ayer 2 mil 758 casos confirmados y 98 muertos; cifras menores si se comparan con las de países europeos que rondan ya los cien mil casos, pero suficientes para desbordar a un país que no funcionaba aún antes de la pandemia.
En el mismo continente, pero en el otro extremo del “desarrollo” -el de un país rico y que se autodenomina ejemplar para las democracias occidentales-, Estados Unidos se convierte en el nuevo epicentro de la pandemia, el territorio con más casos confirmados: 164 mil, y más de 3 mil 400 muertos, según algunas fuentes; 203 mil 608 infectados y 4 mil 476 muertos, según la Universidad Johns Hopkins. La tragedia ha tomado a Donald Trump en medio de la campaña por su reelección, y ha desinflado por completo las expectativas de llegar al súper martes de noviembre con una economía en crecimiento. Quizás por eso, ha emprendido una peculiar guerra contra el narcotráfico latinoamericano, como parte de su estrategia para blindar a su país de los efectos nocivos de la pandemia.
Trump parece más preocupado por perseguir y enjuiciar a Nicolás Maduro, que por el drama que se avecina en la metrópolis más emblemática de Estados Unidos -Nueva York-, que parece prepararse para una catástrofe peor a la del 11 de Septiembre, con un enemigo invisible que probablemente también llegó a bordo de vuelos de American Airlines.
Quienes han caminado por Central Park nunca se habrían imaginado que ese rincón emblemático de Manhattan, y del mundo, albergaría algún día un hospital provisional de carpas blancas, donde se habilitarían las camas suficientes para atender a los que previsiblemente caerán enfermos; camas que no existen en un sistema de salud “de primer mundo”. En un país de más de 200 millones de habitantes, sólo Nueva York reportaba ayer 75 mil casos y mil 500 fallecimientos.
Basta adentrarse un poco en esas historias, para comprender mejor el mapa que todos los días nos muestran en la conferencia de las 7 de la noche. Un mapamundi que se ha ido coloreando de rojo en los últimos días; el rojo, el color de los países con casos de transmisión local, ha ido desplazando al marón, el color de los países con sólo casos importados. Ayer, el mapa reportaba 823 mil 626 contagios confirmados en todo el planeta; 630 mil de los cuales se registraron en los últimos 14 días.
Señal de que la enfermedad avanza.
Y de que México no está a salvo.
El mapa de Hugo López-Gatell, que ya es rojo en el mapamundi, registra hoy mil 378 casos confirmados en territorio nacional, 163 más que el día anterior, y 37 muertos, ocho más que ayer.
Hay 3 mil 827 casos sospechosos, y demasiado ruido.
En el día 2, nos despertamos con la noticia de que el presidente había ofrecido una tregua de un mes a sus adversarios, a los “conservadores”, a los “fifís” que quieren descarrilar su Cuarta Transformación. Y también supimos que Felipe Calderón le había tomado la palabra, y había tuiteado que ofrece al gobierno actual su experiencia en el combate a la epidemia de Influenza AH1N1 del 2009. Y que el expanista hasta se disculpó por haber sugerido que AMLO estuvo comiendo con un primo de El Chapo, el día que saludó a la mamá de El Chapo. Un debate absurdo como preámbulo de una tregua inútil entre dos políticos que viven de polarizar a sus seguidores, que se necesitan mutuamente para mantenerse vigentes entre sus huestes, tan leales y radicales unas como las otras.
-¿Cuánto va a durar esa tregua? -me preguntó mi amigo periodista Luis Alberto Medina.
-No ceo que mucho -contesté instintivamente- pero ojalá durara todo el sexenio.
La tragedia de la pandemia permite que se asomen nuestras tragedias políticas: ese pleito entre lopezobradoristas y calderonistas, que mantiene al país pausado desde antes del 2006, pero sobre todo a partir del 2006. Legisladores ocurrentes que quieren echar mano de la “bendita” austeridad -una vez más- para resolver todos los males nacionales, como si bajándose el sueldo fueran a ser mejores diputados o senadores. Partidos oportunistas dirigidos por arribistas. Gobiernos que edificaron un maltrecho sistema de salud, que ya estaba en crisis antes de la crisis.
Y, para acabarla, la noticia de que una baja en la producción nacional de cerveza podría dejarnos sin el placebo necesario para afrontar la cuarentena.
Al reconfortante tuit de Claudia Sheinbaum, confirmándonos que “NADIE HA DECLARADO LEY SECA” (2,557 retuis Y 6,657 likes en seis horas), podría sumarse el anuncio de que la producción, distribución y venta de cervezas, vinos y licores se consideran actividades plenamente esenciales en la emergencia sanitaria.
Porque, sin alcohol, cómo afrontar nuestras mini tragedias domésticas y los dramas familiares propios del cautiverio: la llamada que no hiciste; las llamadas que no querías tomar, y que provocaron que se te olvidara felicitar a tu mejor amigo en su cumpleaños; el momento en el que te acuerdas que tu hijo debe una materia, y el momento en el que te percatas de que no lo has visto estudiar en toda la cuarentena; la descompostura de la PC en la que tenías almacenada tu tesis de maestría, y la pérdida de todos los apuntes y documentos de tu maestría; el fin de la dotación de papel higiénico (ese enorme paquete de 36 rollos que considerabas eterno); el ladrido del perro que exige un lugar en la mesa del comedor; la impresora sin tinta; la ropa tirada fuera del cesto, que nadie sabe cómo ni por qué se ensucia; los calcetines que se vuelven inútiles porque han perdido a su compañero; la bicicleta averiada; la fiesta cancelada del Samuel; la pieza perdida del rompecabezas; el juego de Turista que nadie gana; el aparato que filtra el agua y que nadie rellenó de agua; el ruido que no te deja leer; las conversaciones que no te dejan escribir; esas malditas paredes que no dejan pasar la señal de WiFi; tus hijos jugando todo el maldito día en la Play; la fascinación milenial por Instagram; los periódicos que anuncian que ya no se van a imprimir; el control de la TV perdido entre las sábanas o escondido debajo de la cama; la saturación de la banda ancha justo cuando te tocaba hablar en una junta virtual importantísima e histórica; el recibo que se ha vencido; la declaración anual; la cita con el dentista; el pago de la reinscripción en el colegio de los niños; los archiveros que nunca acabarás de arreglar; los archivos que no vas a depurar; las cosas que nunca te atreviste a tirar; la ropa que ya no te pones, la ropa que te estorba, la ropa que no regalaste y aquella que nunca te pudiste comprar; los kilos de más; los achaques de la edad y las discusiones trascendentales de todos los días: ¿quién lava los trastes?, ¿quién saca la ropa de la lavadora?, ¿quién saca a la Luna antes de dormir?, ¿quién la lleva a mear si madruga?; ¿quién escoge la serie que nadie va a ver, pero con la que te vas a arrullar?, ¿y qué es mejor: combatir la pandemia desde el autoritarismo, o desde la democracia?, ¿obedecer instrucciones de un gobierno que nos dice qué hacer, o escoger y construir nosotros nuestro propio destino?
Cierro el diario del Día 2 con unos párrafos de Albert Camus, que probablemente no ayuden a nadie a resolver los enigmas de su presente individual y mucho menos a dilucidar nuestro destino colectivo, pero que tal vez sí ayuden a decidir quién va a poner el café mañana en la mañana:
“Así, durante semanas y semanas, los prisioneros de la peste se debatieron como pudieron. Y algunos de ellos llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger. Pero, de hecho, se podía decir en ese momento que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste, y sentimientos compartidos por todo el mundo”.